Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la
vengativa astucia propia de la impotencia: “¡Seamos distintos de los
malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es el que no violenta, el que no
ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la
venganza a Dios; el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita
todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes,
los humildes, los justos” -esto escuchado con frialdad y sin ninguna prevención,
no significa en realidad más que lo siguiente: “Nosotros los débiles somos
desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos
bastante fuertes” -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia
de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el
peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada “de más”), gracias
a este arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia,
con el esplendor de la virtud reanunciadora, callada, expectante, como si la
debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su
entera, única, inevitable, indeleble realidad - fuese un logro voluntario, algo
querido elegido, una acción, un mérito.
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